Foto: Namor Omán |
Este mes de abril se celebrará en
Medellín (Colombia) la séptima convocatoria de ONU-Hábitat, el Foro Urbano
Mundial, en el que serán abordados los desafíos de las ciudades del futuro. La
población mundial es cada vez más urbana (dentro de pocas décadas seremos nueve
mil millones de humanos y se estima que 70 de cada 100 terrícolas humanoides
vivirán en algo que llamamos ciudades). Habrá lugares, como China, donde será
precisa incluso la construcción ex novo
de unas 200 urbes para dar cabida a la nueva población. Los retos como veis son
titánicos, la preocupación creciente y los esfuerzos serán enormes para lograr
que las ciudades sirvan para proteger la buena vida de sus habitantes, pues no
tienen otro fin.
Y es en este ámbito trepidante en
el que Santander seguirá siendo la novia del mar. Puede que logre ser toda una smart novia, puede que no. De momento lo
que el presente nos muestra no es muy alentador, pues más allá de los pequeños
avances ciberasistidos la ciudad sigue perdida, sin centro y sin rumbo. Una
ciudad en la que la desigualdad, uno de los grandes problemas de esta España
nuestra, queda marcada en sus calles y barrios, plazas y paseos.
Ser paseante sin prejuicios tiene
la ventaja de que uno puede hacer suya partes de la ciudad que sin ese caminar
aleatorio serían invisibles (hay ciudades invisibles en la ciudad que cada uno
habita, pero igualmente reales, como
podrá confirmaros el propio Ítalo.
Y un Santander invisible es el de
antaño (y no hablo de nostalgias). Siempre he pensado que el Santander de hoy,
el “nuestro” no puede entenderse sin el Santander de ayer, desaparecido o
transformado en esa metamorfosis continua a la que obliga el tiempo a todo
aquello que nos son ruinas.
En Santander hubo, amén de otros
pequeños, un gran incendio en 1941, aunque siempre he pensado, tras estudiar
todo el proceso, que no fue un fuego, sino que fueron dos: Uno el que todos
conocéis, el fuego vivo animado por vientos de huracán que quemó hasta los
tuétanos el corazón del Santander “primitivo”, y otro, el fuego conceptual, carente de llama abrasadora, pero igualmente aniquilador, que para mí representa el proyecto de reconstrucción realizado, que rompió de facto la lógica de muchos siglos
soñando una ciudad improbable. Un fuego para quemar el corazón y otro para
olvidarlo.
Desde entonces Santander va como
vaca sin cencerro, descorazonada, asumiendo como mejor puede su calidad y
cualidad de linealidad excéntrica. Siento a menudo como una pena el hecho
desgraciado de que la excentricidad geométrica no trajera pareja una
excentricidad conceptual y creativa que desterrara los convencionalismos y la falta
de imaginación, rumbo y propósito, que han marcado desde entonces el día a día
santanderino. Décadas de planificación absurda, de trampa sobre la trampa, de
autoengaño, nos han dejado una ciudad compleja que sigue automutilándose; una
ciudad que tendría razones suficientes para estar acomplejada si no se mirara
continuamente en el espejo deformante que devuelve belleza –que la hay-
ocultando las miserias –que abundan-. Ciudad lineal, ciudad dual de palacios y cuchitriles,
de brillos y mates que matan.
Ciudad espejismo que pierde
población, que parece mucho mayor de lo que realmente es, que se vive como si
fuera mucho más grande de lo que es. Una ciudad que dejó de latir y momificada
(zombificada mejor dicho) ve cómo los años van pasando y cómo el progreso apenas
la roza. Una ciudad que necesita, como la bella novia, enferma y durmiente, del
mar, que unos labios apasionados le devuelvan (a) la vida. Mientras ese muerdo
llega, aletargada, Santander ha destruido gran parte de su patrimonio, con
firmas que fueron fuegos que borraron del mapa hitos que van siendo olvido,
hitos que se volverán color sepia y que mirarán los indígenas más anclados en
el ayer que en cualquier hoy que construye mañanas.
Lo curioso, lo maravilloso, lo
fascinante, es que hay fuerzas que la voluntad (o falta de ella) de los
despachos difícilmente puede sospechar, energías que se escapan a toda
previsión. Hay en esta ciudad nuestra ojos que miran diferente, impulsos que
suman y enriquecen a pesar de los que mandan. Hay energías que me hacen pensar
que el potencial de esta nuestra pequeña ciudad que mira al sur desde la costa
del norte de un país del sur del norte puede ser desarrollado.
Color sobre lo descolorido,
grises de mil matices, músicas, voces, aires de tonalidad nueva. Me gusta
pensarme ahí, dentro de ese conglomerado inconsciente de sí mismo que hace que
esta localidad sea prometedora. Y sólo
espero que mientras China construirá sus decenas de nuevas urbes, nosotros reconstruiremos
el corazón que nos falta y lo haremos latir (aunque sea con arritmia, que
también tiene su punto).
El paraíso está aquí mismo. Afortunadamente esta ciudad tiene una casa
azul.
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